Un día solté la cámara, bajé los brazos y me negué de forma rotunda a mantener apuntando con ella: «Ni un tiro más, se acabó».

Bajé los brazos y me la quité del cuello… ¡quién diría que ese peso ligero, cuando lo sostienes por tanto tiempo, también cansa, también adormece, también se vuelve un dolor indeseable! Y es cierto que sentí alivio al hacerlo, pero también es cierto que ese alivio provenía del poder decir «ya no», decir que ya había sido suficiente; no tenía que ver con la cámara, ella fue fiel, ella estuvo ahí, pero yo sentía el cuerpo invadido por el hartazgo.

No sé cuántos días, semanas o meses quizá, fueron los que pasaron desde la última toma, ni siquiera intenté revisar la memoria; fue un acto asimilado por repetición, un acto de devolverla a su lugar, realizado paso a paso, el acto de taparle el objetivo por ambos lados y de dejar su cuerpo en un estuche que por todo ese tiempo la protegió del tiempo y del exterior.

Ella y yo compartimos mas cosas de las que la gente podría tan solo valorar, y nunca nadie lo sabrá, es sencillamente algo que no puedo describir, pero ahí estábamos, viviendo un encierro en el mismo lugar pero en diferentes estuches.

No hubo forma, no encontré las palabras para explicarme: ¿qué pasó? ¿sólo fue esa última toma? ¿O es que algo se había acumulado en mí? Y mientras yo trataba de traducir todas esas sensaciones, simplemente me detuve. Ni siquiera revelé esa última imagen, ni ninguna de las tomas que hice ese último día.

Empecé a distraerme conforme pasó el tiempo, encontré la forma funcional de vivir sin la cámara, es muy probable que haya estado en negación, rechazando indagar demasiado en lo que estaba sintiendo.

Pero hay algo en ella que no es fácil de describir, te puede parecer absurdo, pero quizá es el sonido que hace, es sutil, no es escandalosa pero se hace presente, les hace saber a los demás cuando ha capturado un momento, incluso si fue un «mal momento». Hay algo, quizá en el ritual de armarla y prepararla para la siguiente sesión, detalles que cualquier cualquiera está anestesiado a percibirlos.

Mis brazos finalmente descansaron y mi necesidad de crear me seguía pidiendo que regresara a ella, y francamente no fue ni tan tardado ni tan difícil esa parte de recorrer el cierre de su estuche. Volver a prenderla y ver que la pobre también se había acabado la pila, estaba vacía. Volver a hacer el esfuerzo de cargarla, lo curiosamente simbólico que fue volver a conectarla a la corriente y volver a ponerle la pila. Y ahí estaba, tan funcional como dispuesta… la memoria, en cambio, falló.

Y verla rota no dolió tanto como la última vez, como en esa última sesión, esa que de alguna forma fue tan extraordinaria que me requirió un descanso, la sesión que no sólo es imposible de replicar, el momento se fue, sino que en cada aspecto fue diferente, captó risas y llanto, y sangre y dolor, que lo captó todo y lo perdió igual.

La fotografía es más cercana a nosotros de lo que creemos, es esa memoria que también puede bloquearse, o sencillamente, puede fallar… la memoria falla, nuestra memoria falla.

Esto es algo que te cuento a ti porque sé que a nadie más le habrá de interesar. No te estoy hablando de descifrar un problema, no te estoy pidiendo un consejo, te estoy hablando y te estoy diciendo que dolió, pero que ya entendí. Ya entendí que por más que guarde mi cámara, siempre volveré a levantar los brazos y a erguir la espalda.

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